El mártir corrupto

Hay males que parecen inconmensurables, a los que no se les puede oponer un bien. En ese caso se elige un mal menor con el cual enfrentarlos y se permite que el fin justifique los medios. Esta no es una historia sobre ética de principios, sino un análisis de un caso recurrente en política.

En el mundo fantástico de Warcraft, existió un elfo hechicero1 que vió como su ciudad era invadida por una legión de demonios. Su gente no podía hacerles frente y cada vez perdían más y más territorios. Antes del fin, el elfo decidió servir a los demonios para obtener más poder. Eso le costó la deformación de su cuerpo, la perturbación de sus emociones y el odio de todo su pueblo. Cuando tuvo la oportunidad, ese hechicero deforme y atormentado, cambió nuevamente de bando y comenzó a destruir uno a uno a los líderes de la legión invasora, hasta hacerla retroceder. Terminada la guerra, su gente no le perdonó haber servido a la legión y tampoco aceptó su deformidad. Finalmente, fue desterrado. 

Este es un caso muy representativo de la figura del mártir corrupto, que implica la aceptación de un mal personal para lograr un bien colectivo. Es ligeramente diferente al mártir tradicional que, sacrificándose por una causa, obtiene reconocimiento y gloria eterna. El mártir tradicional muere por principios y es siempre un ejemplo moral. Al contrario, el mártir corrupto, se sacrifica estratégicamente y acepta ser visto por todos como un villano. Renuncia al reconocimiento en función de un resultado concreto. Se condena a sí mismo y a su reputación, para salvar a los demás. Es pragmático y también utilitarista, buscando prevenir la mayor cantidad de daño para el mayor número de personas y aceptando su lugar como un daño colateral en la ecuación.   

Para destruir el mal, a veces, hay que hacerse parte de ese mal. Hay en el mártir corrupto esa idea reformista de cambiar el mal desde adentro, hacerse parte de algo podrido para limpiarlo o destruirlo. Por eso se mete en el barro y no teme ensuciarse las manos. Comprende que no se puede vencer, a menos que se rompa el juego de reglas que garantizan la derrota desde las bases. Pero romper esas reglas tiene un alto precio personal que se debe estar dispuesto a pagar: el de no poder vivir en ese nuevo mundo que está por venir. Por eso nunca será un héroe. 

La política exige pactar con diversas fuerzas bastante peores que la legión demoníaca de los mundos fantásticos. Se sabe que los populismos utilizan estructuras corruptas de intendentes, punteros y multinacionales para generar cambios sociales. Y que no se puede pensar la política sin arreglos, pactos y concesiones, es decir sin “la rosca”. Pero, ¿Quién va a atreverse a corromperse y a usar todo eso no para enriquecerse, sino para lograr la tan ansiada justicia social? 

Hay algunos ejemplos en la historia. Se sabe que Alcibíades sirvió a Esparta y a los persas para acumular poder y conocimiento antes de volver a Atenas, algo que su gente nunca le perdonó. Dicen que Roosvelt colaboró en secreto con la mafia italiana en Estados Unidos, con el objetivo de proteger los puertos de posibles sabotajes nazis. Le dio vía libre al contrabando y a los negocios turbios para fortalecerse y ganar la segunda guerra mundial. Eligió el mal menor y no sufrió las consecuencias, probablemente, por acuerdos políticos e información clasificada, pero podría haber sido condenado por ello. En 2024 sucedió el caso de Luigi Mangione quien, cansado de la injusticia de las prepagas, se cargó al CEO de una de ellas, buscando ponerle un límite al poder y condenándose a prisión.

No hace falta ahondar en ejemplos, el punto es que no siempre se puede ser legal a la hora de conseguir un impacto social. La pregunta de fondo es ¿Qué es lo que realmente queremos salvar, lo individual o lo colectivo?4 El mártir corrupto responde con su historia a esa pregunta, porque comprende cuál es la sustancia política por excelencia: lograr el bien común. 

* Agradecimiento especial a Nox por el análisis y los comentarios.